Esta es la segunda entrega de tres crónicas que relatan los testimonios de pobladores locales de zonas afectadas por tala ilegal, narcotráfico, tráfico de tierras, trata de personas y otros tantos males difundidos por nuestra Amazonía.
El Proyecto MAAP, una iniciativa de Conservación Amazónica (ACCA) y Amazon Conservation (ACA) detectó que entre el 2015 y 2018 se han abierto 3330 kilómetros de vías en medio de la Amazonía peruana, muchas de ellas sin contar con autorizaciones legales o estudios de impacto. Tampoco han sido sometidas al proceso de consulta previa. El aumento de estas vías en Perú ocurrió, principalmente, en las regiones de Ucayali, Madre de Dios y Loreto. Estas son historias y testimonios recogidos en Ucayali durante casi un año de trabajo, que cobran mayor vigencia con el conflicto actual que enfrentan ya algunas comunidades nativas de Tahuanía y Yurúa, casi todas víctimas de invasiones y tala ilegal. Los impactos de la construcción ilegal de la carretera UC-105, en Ucayali, ya son considerables.
Todos los testimonios son reales, pero se han cambiado los nombres para proteger a las fuentes.
Esta serie fue producida con apoyo del Rainforest Journalism Fund, en colaboración con el Pulitzer Center.
- La ruta a nueva italia
Son las seis de la mañana y el sol está empezando a calentar la calle. Edgardo, “el Satipeño” aun no llega al paradero ubicado frente a la esquina del mercado. Yo, un poco nervioso y con la ropa húmeda por el sereno de la madrugada, lo espero tomando desayuno en el puesto de “La Gringa”, afuera del mercado. El negocio le va bien, los jugos y sanguches se venden rápido. Las mascarillas no son bien vistas en Bolognesi y, por ello, nadie en el puesto las usa. “¿Se vende bien en la mañana, señora?”, pregunté animado. “Sí, señor, viene siempre gente y se acaba rápido mi jugo. No me quejo”, me responde con una sonrisa. Bolognesi parece ajena a la pandemia, la gente sin mascarillas, las nuevas construcciones, los incontables visitantes. “No falta plata en Bolo…”, me había dicho un motocarrista el día anterior.
Acabado el desayuno, volteé al paradero y El Satipeño, mi paisano, ya tenía media camioneta llena y la tolva repleta de carga. La ruta hacia Nueva Italia es de unos 36 kilómetros, llenos de polvo, baches, caseríos y comunas que hacen pensar en la vida plácida, pero a la vez dura del campo. Pasamos por varias casas donde El Satipeño dejaba carga o pasajeros, y una hora y media después llegamos a Nueva Italia. Debo confesar que la imagen que tenía del caserío era muy diferente a lo que encontré. Me imaginé más cemento, más lujos, pero luego recordé cómo era San Francisco, en el VRAEM, 30 años atrás. Las casas de madera, algunas familias sentadas en las ramadas de los pórticos, todas las pistas de tierra con señales de que no habían sido mantenidas por largos meses. Un pueblo más de la selva, a primera vista.
Al bajar de la camioneta, mi compañero solo me hizo una seña risueña, señalando una calle: “Si te animas por una cerveza, esa es la calle del movimiento”. Sonreí apenas y sabiendo que ese era el paradero de las camionetas, le dije que saldría a caminar un rato. “Tranquilo paisano, dile a cualquiera que has venido de visita conmigo”.
Mis primeras preguntas a la gente, la que charlaba alegre en los pórticos de sus casas, era por qué no usaban mascarillas. Era una buena forma de romper el hielo. Las miradas suspicaces no demoraron, pero luego de una charla de unos minutos me dieron las mismas razones que escuché en Bolognesi. No había necesidad, no hubo enfermos, apenas unos cuantos, nadie grave. Por lógica, vivir lejos de la ciudad, especialmente de Pucallpa, era una garantía de sanidad. Durante las charlas, no pude dejar de notar entre los más jóvenes los relojes abultados, las cadenas de oro, las zapatillas de marca, las motos enormes. El pueblo tenía algunos signos poco usuales de bonanza en una zona tan abandonada por el Estado.
- Una historia de promesas
Nueva Italia no siempre fue un pueblo cocalero. Hace más de una década, algunas empresas petroleras estuvieron en la zona. De hecho, la carretera Nueva Italia – Sawawo - Puerto Breu tuvo su origen en las exploraciones petroleras de Occidental Petroleum, retomadas una década después por Veraz Petroleum, que pasó a ser Petrominerales cuando el área era conocida como el Lote 126. La carretera Nueva Italia - Sawawo se conocía como la “carretera petrolera”, ya que conectaba los campamentos petroleros instalados en Nueva Italia y los de la zona del Sheshea, durante la primera década de este siglo. En muchas partes de la Amazonia, se ven pueblos que crecieron con el petróleo y su bonanza, que a veces puede ser tan nociva como la contaminación ambiental. El Lote 126, ahora conocido como Lote 201, está en vías de ser ofertado para exploración y explotación, y tiene un importante potencial: cruzando el Sheshea, a 60 km de Nueva Italia, se hizo un descubrimiento de petróleo ligero hace años, que espera ser explotado prontamente.
Durante los primeros años del 2000 también se instaló en la zona la empresa Forestal Veano la cual, con el apoyo de diversos proyectos y entidades internacionales, obtuvo la certificación forestal, lo que le daba acceso preferente a mercados para exportación de maderas tropicales. Forestal Venao construyó originalmente la carretera que ahora era mi principal interés.
Por las preguntas que hacía, una señora me recomendó ir a la posta médica. A unos 400 metros, al lado de una canchita de fútbol, se hallaba la posta, cerrada a esa hora de la mañana. Un bote de atención de urgencias descansaba en tierra al lado de la posta. Detrás del local, estaban al parecer las habitaciones del personal. Al insistir en tocar la puerta, una señorita finalmente abrió.
- la diversion de los trabajadores
Repetí la rutina de por qué la gente no usa mascarillas y los casos en la zona. Con mayor confianza adelanté mi verdadero interés. “Técnica, ¿viene mucha gente a atenderse, heridos de peleas, por acá?” Sin mayor reparo, la profesional, que no pasaba de 25 años, me dio detalles de lo que ocurriría. “Sí señor, a cada rato venían, ahora ya no tanto. Es que cuando la gente sale de las chacras viene el fin de semana al pueblo, ahí toman duro, están con las chicas, por las chicas a veces se pelean. Después, todos borrachos, quieren que uno les atienda, viene con prepotencia y no solo borrachos, con su cochinada a veces han sabido venir.” ¿Cochinada?, le pregunté. “No sé qué droga consumen, pero pasta parece… o no sé, yo de eso no sé nada, pero de noche preferimos no atender porque vienen violentos, y después vienen pues sus enemigos y quieren seguir peleando acá y por esto ya no queremos atenderlos. Mucho riesgo para nosotros, que somos solo dos en este puesto.” ¿Hay muchos bares en Nueva Italia?, insistí. “No son muchos, pero son grandes”.
La gente de las chacras, cuando sale, va ahí a divertirse”. ¿Y qué hacen en las chacras? ¿Qué trabajan? Mientras terminaba de decir esa oración, una moto llegó a la posta; era el jefe del establecimiento. Me presenté como periodista, interesado en la pandemia y retomé la rutina de las mascarillas, etc. La conversación fluía sin problemas. Relancé la pregunta ¿Qué hace la gente de las chacras? “Son cocaleros, pues amigo, pocos acá hacen otra cosa, vienen del kilómetro 60, 90, llegan con sed a gastar su plata y descansar un poco. De eso vive la gente acá y ya nadie dice nada”. ¿Y los bares, las peleas?, repliqué. “Lo peor son las chicas. Hay de todo, pero algunas son niñas, chiquillas de las comunidades que son traídas por sus propias madres o tías para trabajar acompañando a los clientes de los bares”. Es decir ¿las prostituyen?, pregunté. “Sí, amigo. Las madres muchas veces las traen y las dejan ahí, una semana, un mes… Lo único bueno es que casi no hay embarazaditas”.
La charla con los técnicos de la posta siguió y fue reveladora. Varios cientos de personas llegan a Nueva Italia cada 4 meses para las labores agrícolas que demandan las extensas áreas de cocales, que se ubican a lo largo de la carretera que va de Nueva Italia con destino a Brasil. Los obreros llegan desde Pucallpa, Atalaya, Satipo, Palcazú y lugares tan lejanos como Tingo María o Trujillo. Los botes llegan directo al puerto de Nueva Italia y con ellos llega no solo mano de obra, también algunos insumos, alimentos para los comercios y, sobre todo, la esperanza de ganar unos soles que tanta falta le hace a gente joven que viene de lejos, como Juanita.
- Un negocio con víctimas
Encontré a Juanita mientras barría la puerta de su casa, sacando chapas, vasos de plástico, y el polvo del pueblo. Aun traía el maquillaje recargado para su rostro con seña de poco descanso, y un cuerpo robusto que no parecía cruzar los 30 años. Nos saludamos con cortesía y de inmediato empezamos a conversar. No eran las 9 de la mañana y varios negocios tenían ya los parlantes a toda potencia, anunciando que las parrillas y la cerveza esperaban nuevos clientes. Al frente, a unos metros de la casa de Juanita, cinco hombres trataban de mantenerse en pie acabando una nueva caja de cerveza, escuchando un huayno antiguo.
“La gente se divierte mucho acá en Italia… ¿tú también venderás parrillada?” pregunté, mientras el olor a cerveza caliente y el calor de la calamina que teníamos por techo empezaba hacernos sudar. “Hay que aprovechar pues amigo, es cosecha, ya mismo vienen las lluvias y se cierra la carretera, ya es difícil moverse y no llega tanta gente. Se duermen los negocios.” Juanita tenía en su casa una pequeña tienda que aquella noche, como muchas otras, se había convertido en bar. “¿Y no te da miedo atender a tanto borracho?, le dije con una sonrisa. “No estoy sola, tengo a mis chicas que me ayudan, ellas han trabajado hasta tarde. Esos 5 de al frente querían seguir chupando, pero ya no, mejor que acaben en otro sitio. Acá hay que vender comida más tarde”.
Nueva Italia es el centro de abastecimiento y puerto principal para surtir una red de negocios. Tiendas de todo tipo pueden verse cerca al puerto, y camionetas doble tracción se mueven por la zona. Locales comerciales de madera, surtidos con todo tipo de cosas como dispensan combustibles, aceite y cadenas de motosierras, ferreterías, insumos agrarios, cientos de botellas de cerveza y gaseosas, municiones para escopetas, radios portátiles y muchos alimentos. Incluso una agencia de transferencia de dinero opera con tranquilidad en la plaza del pueblo.
Juanita era de Trujillo y llegó hace 5 años a Nueva Italia. “Era más pequeño entonces. La gente me contó que recién habían venido de la policía a sacar los cocales, pero no duró mucho. Ahí no más vino más gente, y todo lo sembraron de nuevo”. Era un buen negocio. Una cerveza más tarde, Juanita me contó que ella llegó a un bar que aún funciona y atrae chicas de las comunidades. “Pena me da, chicas niñitas las traen y por un poco de plata o por comida las dejan. Hay chicas que las traen de Bolognesi, hay una mujer, dicen que es la mujer de un pastor, la que trae chicas para los bares. Eso a mí no me gusta. Yo por necesidad, para mandar plata para mi mamá y mi hijito es que estoy acá. Me salí del bar cuando tuve mi casa, acá ya tengo mi negocio chiquito, pero ya no hay tanto abuso”.
Los bares de Nueva Italia funcionan como prostíbulos clandestinos, donde incluso menores de edad actúan como “acompañantes” de los parroquianos y luego, de acuerdo con el trato y como vaya la noche, transan relaciones sexuales. Hay uno de los bares que incluso tiene sus cuartos, me dijo Juanita.
Mientras hablábamos de su historia personal y de su pequeño Jair, llegó un joven a la tienda. Parecían conocerse bien ambos, y al llegar me miró con recelo, luego de ver la botella de cerveza y el plato con restos de atún y cebolla. “Buenos días”, saludé y me respondió con seriedad. “Temprano estás atendiendo, Juanita”, le dijo con dureza. “Mira Sergio, el señor es de salud, periodista de salud me ha dicho, y está preguntando por qué en Nueva Italia y en Bolognesi nadie se ha muerto. ¿Y esto mismo no estábamos hablando con la doña Rosa? ¿En Pucallpa se han muerto como mil gentes, y acá? Nadie pues… bien raro”. “Puede ser por el trago…” dije, señalando una botella oscura con cortezas y hierbas inundadas en alcohol.
Sergio se mostró inmediatamente animado y dijo con orgullo “acá la gente es chamba, somos gente fuerte. Y con hierbas nomás… nada de mascarillas. Ni agua hay para lavarse y quieren con cartelitos curar a la gente”. Sergio venía de San Martín y trabajaba en la carretera, venía los fines de semana a ver a Juanita y descansar de los jornales bajo el sol agotador de la selva. Hablamos buen rato de cómo la falta de trabajo en su natal Juanjuí lo trajo a Nueva Italia, hace dos años. Era agricultor como su familia, pero los jornales en su tierra eran muy bajos. Vino a hacer plata y, al parecer, la estaba consiguiendo. “En una cosecha acá, en unas dos semanas o tres sacamos lo de tres meses en mi tierra. Nadie paga más...”
Los jornales cocaleros son altos con relación a lo que paga un agricultor de cacao o arroz. Los patrones cocaleros pagan entre 80 céntimos o 1 sol por kilo de hoja pishcada (cosechada), y un trabajador levanta entre una a tres arrobas (30 kilos) de hoja de coca. En Nueva Italia pueden tener hasta 4 cosechas al año, y esto es algo que pone en el bolsillo de la gente al menos 2700 soles al mes (unos 700 dólares), más del doble de lo que gana un obrero en la ciudad, tres veces el sueldo mínimo establecido por el Estado. Ni la ganadería puede competir, como tampoco el negocio forestal.
“Vine para acá para poder juntar un capital, no me gusta el negocio, pero hay que comer, hay que alimentar a la familia y las medicinas y los cuadernos no son gratis. Ya ni para motocarrista te metes. ¿Para qué, para ganar 30, 40 soles al día? De eso no se vive...”, afirmó Sergio con convicción.
Pero Sergio fue más allá. “Además, el producto se va para afuera. Hay pistas, recién acaban de terminar una por el kilómetro 90. Llegan las avionetas y sacan todo para Brasil y Bolivia. Puro boliche viene. No sé cómo será allá, pero acá no consumimos el producto. No le hacemos daño a nadie, nos ganamos el pan con el sudor de nuestra frente. Esos vicios son de otras gentes, y usted sabe: si la gente se quiere malograr, se malogra no más. La policía no dice nada, unas cervezas o su platita, ¿qué más van a poder hacer? Igual por lo que les pagan no van a arriesgarse. Ahora yo no sé cuánto le pagan a usted para venir a averiguar cosas. ¡De repente es del gobierno o de los gringos y nos meten presos o bala a todos…!”, dijo Sergio con una sonrisa entre miedosa y sarcástica. ¿Y no hay madereros en la ruta?, le pregunté. “Claro, están sacando madera de al fondo. Dicen que ya para llegar a Brasil hay buena madera. Pero la madera se saca y se acaba. La coca no. Si se trabaja bien, haces plata”.
La carretera Nueva Italia - Sawawo Hito 40 - Breu es un proyecto basado también en una antigua carretera forestal, construida por la empresa Forestal Venao, al inicio del 2000. Esta carretera estuvo habilitada durante varios años y era parte de la estrategia de la empresa para extraer la madera de la concesión que manejaban, pero también para extraer la madera de las comunidades nativas aledañas, así como de otras comunidades que la empresa buscaba crear en la zona. La Comunidad Nativa Shahuaya, por ejemplo, fue “creada” por la empresa, que financió todo el proceso de titulación.
Forestal Venao, antes del escándalo internacional que la envolvió, y que incluyó incidentes internacionales por el presunto ingreso de la empresa a territorio brasileño, tuvo años dorados, pagando extravagantes sumas de dinero a las comunidades con el objetivo de obtener los permisos de extracción de maderas valiosas, como la caoba y el cedro, de sus territorios. Con la salida de la empresa, la carretera cayó en desuso y en gran parte volvió a ser cubierta por vegetación. Desde hace algunos años, desde la sede en Atalaya del Gobierno Regional de Ucayali, se vienen destinando fondos para el mantenimiento de la carretera, de modo que se mantenga un acceso hasta las concesiones forestales que aún están en el distrito de Tahuanía. “Claro, de cuando en cuando mandan máquinas para arreglar esa carretera, pero la verdad, hasta las usan para abrir las pistas de las avionetas… pagan pues su cuota y con eso se hacen los trabajos…” dijo Sergio con desparpajo.
Esa misma ruta, hoy, es usada por algunos madereros y por esta nueva oleada de cocaleros, agricultores como Sergio, que pugnan por tener mejores ingresos, o trabajadoras como Juanita que quiere una vida digna, pero que, por esas cosas de nuestro país, les han sido negadas.
Subí de nuevo a la camioneta de mi paisano. En el camino, la rutina de polvo y carga se repetía. Al salir de Nueva Italia vimos a quienes parecían dos adolescentes sobre una moto grande, de esas que parecen deportivas. Uno de ellos llevaba una cadena gruesa al cuello. El dije era exageradamente llamativo; no pude fotografiarlo, pero era un gran revólver dorado. Con todo eso en mente vimos como el cielo se cerraba y empezaba a llover.
¿Qué pensaría la gente de Yurúa cuando supiera de todo esto? ¿El alcalde de Yurúa querría conocer de los peligros que se cernían sobre su distrito? ¿Cómo reaccionará la gente? Mi paisano, con la misma sonrisa de siempre, lanzó su pregunta: Y, chalaquito ¿qué te pareció Nueva Italia? Traté de responder con una sonrisa. La verdad era que mis pensamientos, aquel día, ya habían volado a Yurúa.