Ucayali está agitada desde hace meses, un poquito más quizá que el resto del país. Ya no son los problemas de siempre para los indígenas: salud, educación, inversión y proyectos de desarrollo, territorio, o el apoyo a algún candidato, ahora que estamos cerca a las elecciones. Los problemas continúan, poco ha cambiado, pero es imposible cerrar los ojos a problemas mayores, gigantes.
La escalada de violencia que sacude a la Amazonía, que registró tres nuevos muertos en las últimas dos semanas, ha generado reacciones preocupadas y airadas de diversos sectores, así como una inusual cobertura de los medios de comunicación. Pero esta ola sangrienta es solo una parte de lo que acontece a diario en diversas partes de la Amazonía peruana.
En la última reunión de los líderes indígenas de Ucayali, los temas candentes se abordaron y la corrupción de comuneros, la traición a sus tradiciones e incluso su afiliación a bandas delincuenciales organizadas estuvieron sobre la mesa.
“Hay hermanos indígenas metidos con los narcos, eso ya sabemos, pero no hacen caso…” me indica un líder shipibo. Las denuncias de indígenas comprometidos en el narcotráfico vienen de los propios líderes y comuneros. ¿Pero por qué no hay denuncias públicas?
El secretismo entre los indígenas no es un asunto nuevo, ni algo que solo se refiera a temas vinculados a delitos. La costumbre de ventilar sus asuntos de manera interna, sin intervención de personas foráneas, es parte de una costumbre arraigada entre los indígenas y es una de sus estrategias de supervivencia y adaptación, enfrentados a una sociedad que los estigmatiza, los denigra y los subestima. El viejo refrán de los trapos sucios está vigente en las sociedades indígenas nacionales. El recelo a contar lo que puede estar ocurriendo internamente es perfectamente comprensible por cuatro motivos, aunque seguramente, hay varios otros.
Cuando un indígena denuncia un hecho, pocas veces es escuchado. Las centenares de denuncias hechas contra madereros ilegales, empresas, funcionarios públicos, entre otros, hechas por comunidades de todo el país, rara vez han sido atendidas y en algunos casos, los únicos perjudicados por las denuncias han sido los propios indígenas. Como bien señala Cleofás Quintori de URPIA, todas las denuncias por tala ilegal en territorios comunales terminan con procesos y multas contra las comunidades y sus dirigentes, no contra los ingenieros a cargo de la extracción, ni contra las empresas madereras, que actúan a sabiendas de las irregularidades y continúan con el negocio, cuando no son ellas mismas las que propician la ilegalidad.
Las amenazas y represalias no son poca cosa. Los indígenas vienen siendo objeto de amenazas constantes. Al menos una docena de dirigentes indígenas de todo nivel han recibido amenazas de varios tipos en los últimos años.
El segundo motivo es la impunidad ante los delitos. Este es quizá uno de los temas más difíciles de tratar. La impunidad otorga a los delincuentes un salvoconducto para seguir operando ante la vista de todos. Sin sanciones a los infractores de las normas, es imposible que cualquier ciudadano se vea motivado a denunciar a los delincuentes. Si lo hace, y el sistema realiza lo de siempre -tratar con guantes de seda a los delincuentes-, y las consecuencias son funestas. Amenazas, nuevos abusos y represalias son parte de lo que recibe el ciudadano que se atreve a denunciar el crimen. Si eso ocurre en las principales ciudades del país, no hay forma de no entender los motivos de los indígenas para mantener discreción y secreto de lo que pueda ocurrirles, cuando la justicia se administra desde precarias oficinas, sujetas a todo tipo de presiones y sin mayor supervisión. La sospecha que inspira la administración de justicia nacional no demanda mayor explicación.
Y esto nos lleva a un tercer motivo. Las amenazas y represalias no son poca cosa. Los indígenas vienen siendo objeto de amenazas constantes. Al menos una docena de dirigentes indígenas de todo nivel han recibido amenazas de varios tipos en los últimos años. Desde Madre de Dios hasta Loreto, los indígenas y algunos otros líderes ambientales, están siendo constantemente hostigados y amenazados. Algunos de ellos ya han sido asesinados.
Durante la reunión de líderes, uno de ellos confió ante el grupo en que estaba que “…ahora que estamos denunciando ya me están buscando. En plena asamblea al presidente de una comunidad le han venido un colombiano y con pistola en la cabeza le ha dicho que se tienen que callar. No queremos más viudas, pues… ¿Qué vamos a hacer si nadie nos da la mano?”, señaló. “Y comuneros de ahí mismo que les avisan cuando va a haber asamblea. A veces no sabemos en quien confiar”.
“Lo que se aprende sin criterio, se aplica sin culpa”, como bien me enseñó el maestro Walter Herz. ¿Si todos roban, si todos delinquen, y no pasa nada, por qué yo debería hacer algo distinto?
La carencia de oportunidades para los jóvenes, la impunidad de los delincuentes y la desigualdad que crece constantemente confluyen para un nuevo factor. ¿Qué oportunidades de avance social, progreso económico, de bienestar, ofrecemos como sociedad a los indígenas?
La oferta educativa, con rarísimas excepciones, es muy pobre. Sin mejor educación, el estancamiento social es una consecuencia obvia. Sin oportunidades de mejora económica a través de mejores puestos de trabajo o siquiera de iniciativas productivas que puedan acoger a la creciente masa de jóvenes indígenas, el desencanto cunde. Si entre las opciones aparece un “negocio” para el cual no necesitas mayor instrucción, en el que solo se requiere como capital la tierra y tu fuerza de trabajo, pues este se vuelve más atractivo. Súmenle a ello la necesidad de atender necesidades familiares de salud y educación, extremadamente precarias como se ha manifestado y, siempre hay que ir por lo más seguro, la garantía de que la ley no será dura contigo porque en palabras de un joven indígena “todo mundo se mete, y nos les pasa nada… hasta los policías y las autoridades… si me agarran ya pues, saldré… al menos mi hijita ya pudo comprar sus medicinas.”
“Lo que se aprende sin criterio, se aplica sin culpa”, como bien me enseñó el maestro Walter Herz. ¿Si todos roban, si todos delinquen, y no pasa nada, por qué yo debería hacer algo distinto? Para la mayoría de los ciudadanos del país, la moral no calma el hambre, no paga las cuentas, no compra medicinas, ni te asegura una vida mínimamente digna.
Ahora, algo curioso. ¿Algo de lo que he mencionado, es realmente diferente a lo que pasa en el resto del país? En serio, ¿no estamos viendo en la ciudadanía indígena un reflejo más salvaje de lo que finalmente está pasando en todo el país? ¿Lo que enfrenta un indígena es diferente a lo que pasa un campesino en Huancavelica, en Ayacucho, en Moquegua, en Piura o un adolescente en los conos de Lima? Seguramente hay diferencias, pero las similitudes son mayores.
¿Son los gobiernos regionales quienes deben hacerse cargo del problema? Pues, principalmente, eso le corresponde al Estado central. Esta es una situación nacional, fruto de años de abandono y desidia. De mirar hacia otro lado, de dejar a la población a merced de las “fuerzas del mercado”, sin invertir en salud, en educación, entre tantas otras cosas. Esto corresponde a la seguridad nacional, a nuestra viabilidad como país, a nuestra esperanza de país. Hay otras preguntas, más duras, y creo que oportunas. ¿Quién gana más en este desmadre? Somos conscientes de que esto va más allá de la resistencia indígena. Es el país, nuevamente, el que está en juego.
En la reunión, a la cual asistieron líderes de Huánuco y Loreto, todos afiliados a la Organización Regional AIDESEP Ucayali – ORAU, los asistentes, mujeres y hombres venidos de diferentes cuencas y distritos de la región y zonas contiguas, discutieron con energía la álgida situación que viven las más de 340 comunidades nativas afiliadas a la organización regional. Hay dudas y miedos, pero hay decisión. Hay manzanas podridas, indudablemente, pero también hay una firme voluntad de combatir con fuerza a las mafias que intentan apoderarse de Ucayali. En suma, hay mucho que hacer, pero también hay esperanza.